lunes, 17 de noviembre de 2014

El señor triste y su techo

El domingo por la tarde, mientras el señor triste reposaba aletargado en su mullido lecho, un brusco estruendo lo sacó abruptamente de la quietud siestera: parte del techo se había desmoronado en el comedor de su casa.
Primero pensó podría tratarse de un mal sueño, generado acaso por el narcotizante efecto del vino del almuerzo. Pero no, en realidad se había desprendido parte del cielorraso.
Lo primero que hizo fue mirar incrédulo los cascotes y el polvo esparcidos.
Luego sobrevino la angustia, visitante recurrente que llega siempre a sus dominios sin jamás ser invitada.
Finalmente tuvo lugar la reflexión, mientras movía escombros y baldeaba pisos entretanto se hiciera la hora del partido vespertino, el mismo que hacia las 18:30 pasarían por televisión.
Será su vida como un techo que, sin mucho sustento, comienza lentamente a derrumbarse?
El paralelismo resulta tan obvio como inevitable, pues sentía estar atravesando un proceso paulatino de declinación anímica, sólo interrumpido en su momento -o maquillado- por el amor.
Desde entonces vienen aflorando todas esas dolencias del alma que parecían congeladas, todos los miedos dormidos -y miedos nuevos-, todas las estructuras flojas.
El domingo fue el techo, no había sostén suficiente para su noble y pesada esencia. Pero...qué otra cosa se rajará o, peor aún, se vendrá intempestivamente abajo? Acaso los gastados muros?
Parte de la propia existencia del señor triste se derrumbó junto a ese buen pedazo de mampostería quebradiza y añosa, poco permeable a los cambios climáticos, al paso del tiempo, a la desidia.
El lunes, bien temprano, necesitó asegurarse de que efectivamente faltara el revoque en una parte del techo de su comedor. Fue poco después de despertarse, rumbo a la ducha, cuando todavía lidiaba con Morfeo. Y sintió como si él mismo fuese una extensión de esa casa vieja dejada a su suerte por cansancio, por abulia...y por pereza. Ver las debilidades de su morada fue como concientizarse de sus propias debilidades, de sus flaquezas, de sus temores. 
El señor triste vive en un sitio que se halla a mitad de camino de lo que se presume se trata de una casa. Entonces se ve a sí mismo, repasa sus asignaturas pendientes, se detiene en sus miserias y piensa que no podría vivir en lugar tan acorde, tan apropiado, tan simbiótico.
No cree, empero, haya una fuerte dosis de masoquismo en su obrar, pues las cosas que deben pasar finalmente terminan aconteciendo. Aunque no haya espacio para las casualidades.
A fines de diciembre se cumplirán diez años de que la comprara y, él cree, por algún motivo pudo concretar tan conveniente operación. No es momento ni su intención ahondar en las causas de su progresivo deterioro. Entre otros aspectos porque todas las casas se deterioran. 
Como las personas, algunas de las cuales llegan a vivir en lugares con los que cada vez se mimetizan más...


Pablo, el druida





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