domingo, 15 de julio de 2018

Evasión -el campeonato que no fue-


Era un domingo de primavera fragante y colorida, de varias décadas atrás, cuando las estaciones eran marcadas y bien definidas sus características primordiales. 
Un domingo de asados en jardines con flores, de caminantes consuetudinarios en calles y plazas, de bicicletas zigzagueantes, de parejas de manos tomadas, de veredas asistidas, de sobremesas eternas.
Promediaba la tarde mientras el sol declinante se iba escondiendo de a poco tras las moles de cemento de la ciudad; luego de ocultarse bajo las bandejas del estadio y tras los tejados más elevados de ese rincón capitalino, se derramó bien al fondo del horizonte hasta copular con las mansas aguas del gran río.
Entonces llegó un orgasmo de olas en esa enorme masa de agua dorada.
Nadie se percataba en las graderías de este magno espectáculo natural. 
El coliseo del elegante barrio del norte era una caldera atiborrada de gente fuera de sí, muchas vidas desencantadas por el poco eficiente desempeño de los delanteros de su equipo.
El gol no llegaba y las chances por obtener el título metropolitano languidecían en cada balón que terminaba en la tribuna o en los guantes del brillante portero rival.
Muchos años habían pasado ya desde el último campeonato obtenido y las vitrinas del club no habían podido albergar un nueva copa.
Los amores a veces son así, necesitan de un premio a la fidelidad. Tal como los apasionados amantes que se marchan y piden un último beso, el del estribo, antes de un nuevo y furtivo encuentro entre sábanas, la hinchada pedía un nuevo beso en forma de trofeo de alma de bronce y plata.
Podía ciertamente cambiar la historia, sólo un gol necesitaba el Buenos Aires Sporting para el doble y ansiado lauro de partido y torneo.
El equipo que competía por el título ya había empatado, pero ese certamen se dirimía por diferencia de gol y no quedaban fechas disponibles para un partido definitorio; y sería a la postre el nuevo campeón si no frotaba la lámpara en su propio partido el enganche del Sporting, o si sus extremos no mejoraban su puntería. El 5 rival había visto la tarjeta roja luego de dejar la marca de sus tapones en el cuádriceps del centroforward local; los visitantes jugaban con 10 y a esa altura del encuentro se notaba. Así y todo, contando con superioridad numérica, con la cancha inclinada hacia el otro arco y con furioso empeño, el conjunto local era un manojo de voluntades desordenadas, un bravo ejército de armas oxidadas y ningún tipo de sinergia. Su propio arquero era un espectador de lujo dado que los visitantes se abroquelaban -por opción o por incapacidad- en su propio campo de juego. El otro guardameta, en contraposición, había ahogado el gol en varias oportunidades al Sporting, y justificaba de tal modo los millones que había ofrecido por su fichaje el club Benfica de Portugal.
Los locales atacaban "a la carga Barracas", ya ni pensaban en un eventual contragolpe rival pues los otros ya no tenían piernas, y para el acta de defunción del partido sólo faltaba la firma del juez.
Estaba todo en favor del Sporting más allá de la falta de orden y de su ataque poco ortodoxo: la voluntad, el estado físico, la localía, la superioridad numérica, pero la pelota no entraba cuando surcaba como saeta los cielos del área de enfrente.
Las pulsaciones estaban al límite, los cimientos del estadio temblaban; y de pronto, cuando se jugaba el primer minuto de descuento, explotó como una bomba la sentencia colectiva:

Penal!!
Penal, bramó enfervorizada la tribuna popular, atestada de torsos desnudos que se agolpaban y abrazaban locamente entre sí.
Penal!!
Los simpatizantes de la platea los imitaron con gargantas de venas hinchadas y con enormes sonrisas que comenzaban a dibujarse en sus rostros.
Penal!!
Así gritó también el carrilero derecho local al ser derribado dentro del área por una pierna contraria, en falta evidente hasta para el ojo menos clínico.

Los jueces de línea miraron al referee con gesto de determinación, había sido un penal claro, pero éste hizo un gesto clásico, muy conocido por todas las aficiones del planeta fútbol: "siga, siga". Y el balón ya reposaba en manos del arquero, que lo atenazaba como si fuese la escritura de sus sueños.
El partido no se reanudó, no volvió a hacerse un nuevo saque de arco luego de los casi 48 minutos del tiempo complementario. 
Jugadores de ambos equipos comenzaron a tomarse a golpes, particulares y asociados invadieron la cancha, auxiliares y policías intentaban poner orden y camarógrafos de diversos medios competían por obtener las mejores imágenes del escándalo.
Posteriormente debería leerse el reporte final, el informe definitivo de las autoridades, pero la historia sería nuevamente la misma de los últimos tiempos: "Buenos Aires Sporting, Campeón Moral".
Era increíble. Con merecimientos o sin ellos el equipo de camiseta rojiblanca terminaba siempre con un sabor amargo en su paladar y una mueca en el corazón; nunca un final feliz, nunca el champagne salpicando a jugadores y cuerpo técnico en un vestuario alocado y eufórico por la coronación.
Tarde o temprano algo extraño aguaba la fiesta, siempre surgía el imponderable.
Alguna vez había sido una pedrada certera arrojada desde la tribuna sur hacia un linesman; la consecuente pérdida de los puntos habría de ser lapidaria.
En otra ocasión el arquero juró que la pelota que terminó colándose en su valla, allí en el ángulo en donde "tejen las arañas", se desvió extrañamente en el aire cuando se aprestaba a sacarla con mano cambiada tras un vuelo estirado hacia su izquierda.
El año último había sido el zaguero central, quien con un tremendo golpe con su parietal derecho  marcó un notable gol...pero en el arco propio.
Será que, acaso, últimamente el "diablo metía la cola"?
¡El árbitro!
La directiva en pleno irrumpió bruscamente en el camarín cuando ambos líneas ya se cambiaban y miraban con ojos atónitos la escena.
A posteriori todas las miradas se posaron en un conjunto negro de tela deportiva que yacía en un largo banco de madera y sin que nadie supiese de su dueño.
Un silbato se perdía junto al enorme par de botines de talla 46. Y un toallón húmedo y hecho un bollo yacía en el piso de cemento alisado completando el cuadro.
Pero...y el juez? Qué había sido de él?
El árbitro Guillermo Mimo había faltado a último momento por un imprevisto doméstico. Él era el indicado para dirigir por la trascendencia del encuentro, tanto por su severidad como por su labor siempre ecuánime. Debió no obstante dejar su lugar a...a quién?
Quién habrá firmado la planilla con el 0 a 0 final, que segaba para una nueva ocasión las ambiciones del Buenos Aires Sporting?
Comentaban los azorados dirigentes que buscaron con desesperación y sin suerte al juez principal del encuentro. El de mirada cortante y misteriosa estampa que invitaba acaso a la sospecha. Y cuya combustión espontánea terminara confirmando lo que en tantas ocasiones sufriera la poderosa escuadra rioplatense: que el diablo suele meter la cola...

Pablo - @Druidblogger

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