Mujer de otro tiempo y tierra adentro.
De allí donde las mañanas empezaban antes, el calor obligaba a la siesta y cuando la noche caía las luciérnagas saludaban.
Guerrera de muchas contiendas desde que la vida apenas amanecía.
Caminadora de muchos caminos, trajo a la ciudad al campo en su verde mirada.
Atrás quedaba el abrigo materno, la quietud pueblerina, los senderos polvorientos, los espejos transparentes de los ríos y la salvadora sombra de aromos y espinillos.
Escasos petates, eterno viaje en tren y con el bullicio metropolitano el choque inevitable.
Nadie podrá hablarle de lo que es extrañar, de pesada nostalgia, de lágrimas jóvenes y de temores a desconocidas acechanzas.
Como experimenta todo aquél que deja el páramo querido y acogedor para internarse en el ruido y el pavimento, ser aturdido por el rugir de viejos motores y el pregón invasivo de vendedores insistentes, oriundos de diversas latitudes; o ser abrazado por el olor a gasoil de los transportes colectivos.
El eco de voces lejanas, el canto de los gallos y el concierto de los grillos nunca se fueron del todo. Eran el modo de contrarrestar, cerrando esos ojos oliváceos, la nueva sonoridad ciudadana, que penetraba no sólo los oídos sino las paredes de la humilde recámara.
Había que cuidarse mucho más que por el pago lejano del norte.
Aquí había acaso más posibilidades de salir adelante pero también muchos más peligros, más trampas invisibles, adoquines resbaladizos, pasillos oscuros y falsas promesas.
Pero nada detuvo la iniciativa.
No hubo definitivo retorno al pueblo querido, todo fue apretar de puños en manos que ganaban fuerza y aspereza. Con dignidad suprema, sacrificio inagotable, honestidad a prueba de fuego y Dios, que aunque pareciera no mostrarse siempre acompañaba.
Nada fue gratuito.
Hubo días difíciles y noches de vigilia larga.
Apareció el amor y con él llegaron los cimientos de una familia y la vida engendrada.
Así surgieron nuevos sueños y esperanzas que florecían en esa fresca sustancia.
También nacieron nuevas luchas, nuevos desafíos y una vida propia que recién comenzaba al llegar desde el duro trabajo a casa, en esas horas tardías en las que la tarde se viste de noche y las fuerzas a uno lo abandonan.
Llegaron las grandes pérdidas.
Injustas, incomprensibles, de la mano de la enfermedad, ladrona impiadosa que sin pedir permiso vidas queridas se robara.
La familia sintió el impacto pero nunca se resquebrajó en sus cimientos.
Dios enjuagó los ojos y ayudó a sostener el alma.
Y aunque en el manto del firmamento por cada afecto, entrañable y perdido, una estrella brillara, nuevas vidas fueron llegando.
Sangre de la sangre, latidos jóvenes, regalos del cielo que ayudaran a cicatrizar las heridas del corazón y a encallecer la propia esencia de una mujer que nunca le escapó a la batalla.
Ya son ochenta los que cumple Elva.
No los parecen, por cierto.
Hay nuevas compañías, una mirada verde de tonalidad más serena y sabia, reconocimiento desde dondequiera uno imagine, la misma fe en el Todopoderoso, el dulce recuerdo por aquellos que faltan.
Las horas más tranquilas, las mañanas más claras, la admiración de quienes la queremos, las velas del festejo que se apagan.
Dios le dé mucha vida, la premie con nuevas conquistas, le permita ver cumplidos todos sus anhelos y recoger el fruto de hasta la última semilla cosechada.
Con cariño y admiración...
Pablo Albé

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