Era una mañana
cualquiera de un día sin historia que para mí, sin embargo, dejó la huella de lo indescifrable.
Saboreaba plácidamente mi
"cortado", dando espacio a una de esas pequeñas
libertades que ofrecen respiro a la jornada. Día iniciado con dificultad, algo tan enraizado a
nuestro presente estilo de vida.
Tras el añoso cristal vi una mirada azul, fría y penetrante, que por un instante se cruzó con la mía;
ojos azules que me llevaron a seguir aquella
silueta desvaída.
Por algún motivo desconocido quedé como hipnotizado y observando a aquel viejo.
Mi imaginación, luego, lo siguió por laberínticos caminos.
Por algún motivo desconocido quedé como hipnotizado y observando a aquel viejo.
Mi imaginación, luego, lo siguió por laberínticos caminos.
Fantaseé que aquellos ojos, detenidos por un momento en los míos, fueron alguna vez testigos de mejores años. Años prósperos en un país al
que seguramente le quedaba remedio.
Que aquella bufanda raída y desprolija fue un hilado delicado. Y que ese saco, ya andrajoso, habría lucido flamante y "pituco", vistiéndolo en su mover compadrito con acordes de milonga.
Que aquella bufanda raída y desprolija fue un hilado delicado. Y que ese saco, ya andrajoso, habría lucido flamante y "pituco", vistiéndolo en su mover compadrito con acordes de milonga.
Me miró por un instante. En él todo era
resignación y desventura, fragilidad y cansancio; miseria...
Su barba crecida y blanca, su figura vencida, emergían de un ayer más benévolo, donde con una silueta espigada y longilínea pondría el pecho vigoroso a una
vida menos triste.
lmagen conocida y temida, tantas veces rechazada, con la inquietud amarga que nos trae lo inexorable.
Postal casi exacta de lo que creí siempre serían, a la postre, mis últimos
días.
¿De dónde salía este hombre tan
ajeno al entorno ciudadano?
¿Qué escucharían sus viejos oídos?
Acaso el pregón del vendedor de pescado, el que rellenaba su pestilente mercancía con pedruscos de la placita, para ganar peso en la
balanza. Quizás el lamento de un
"fuelle", complemento de una voz trémula cantando a quien
quisiera oír sobre amores perdidos.
O el bullicio del puerto, parada
casi obligada cuando jovenzuelo, movido por la típica curiosidad de quienes usaban pantalones cortos.
¿Qué mirarían sus ojos?
Tal vez estarían magnetizados aún por alguna beldad de la época.
O siguiendo el
paso de un potrillo montado por Leguizamo, sin perder mínimo detalle.
Seguramente imágenes esmeriladas, cubiertas de polvo, patinadas de tiempo.
Desapareció de pronto. Las gigantes sombras de cemento lo deglutieron muy rápido.
En apenas segundos los
transeúntes caminaban en uno y otro sentido, locamente,
con el acostumbrado ritmo febril de las grandes ciudades.
Pero él ya no estaba.
Pero él ya no estaba.
Los teléfonos celulares resonaban en forma exasperante.
Un
automovilista, tres, quince, mil, intentaban vanamente llegar a cruzar con el semáforo
en verde.
El cuidador de perros era virtualmente arrastrado por las bestias, que proferían toda
serie de jadeos y alaridos.
Pero el viejo ya no estaba.
Posiblemente el hombre había muerto hacía ya
tiempo, en tanto lo que hubo
ante mis ojos hayan sido tan solo residuos de humanidad, vestigios de lo que alguna vez fuera un gallardo porteño.
Quizás se trató de la última pasada de un alma, aún no resignada a marcharse
del todo y pretendiendo dar un paseo final por el barrio de siempre, antes de emprender el adiós definitivo.
En suma, un fantasma, como tantos nos cruzamos a diario.
Hombres desvanecidos en busca de otra vida, llena de sentido.
Fue tan solo un
instante en el que estuvimos frente a frente, él fuera, yo dentro, cristal de por
medio.
Cristal que bien pudo ser espejo y que me ofreciera ver el futuro tan temido al módico precio de dos pesos, el
valor de un cortado en un viejo café del abasto.-
Pablo, el druida (año 2002)

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