jueves, 2 de octubre de 2014

Encuentros reiterados

Faltaba aún para que anocheciera en aquel ignoto y desierto páramo.
Sólo el viento arremolinado se atrevía a cortar el silencio, mientras arrastraba consigo todo cuanto encontraba en su camino.
Enormes y plomizos nubarrones se repartían el cielo presagiando la inexorable tormenta, que ya se venía.
Me costaba avanzar, caminaba casi por inercia. Mi larga y gastada túnica parecía el velamen de un barco en altamar sacudido por la tempestad.
Polvo y arena penetraban en mis ojos cansados, mientras las llagas ardían bajo mis pies después de haber caminado durante varios soles y lunas costeando el mar sin peces.
Tenía hambre. Mis alforjas estaban vacías por completo, ni siquiera contaban con un mendrugo de pan duro. Por lo que desfallecía.
La noche se fagocitaba poco a poco a la tarde y prometía ser larga y dura. Como en toda región desértica, a un tórrido día seguía un severo frío que comenzaba a crecer con las altas horas.
Entonces apareció.
Pequeña primero, como una lejana efigie en el horizonte, sentenciando definitivamente a las últimas vetas de claridad. Apenas se la divisaba pero la peregrina, sin embargo, se movía, y venía en mi dirección.
Con el primer relámpago pude contemplarla con mayor detalle: era bastante alta en realidad, acercándose a mi estatura, que supera el metro noventa. Tenía una capucha negra que cubría parcialmente una cabellera blanca y desgreñada.
Me estremecí, ciertamente, pero seguí mi derrotero con paso decidido pues debía guarecerme pronto.  Al cabo de un descanso caminaría unas pocas horas hasta llegar a la cueva del oráculo, donde comenzaría a vislumbrarse mi destino. Necesitaba ver en el cuchicheo del fuego si próximamente me serían favorables los dioses. Y desde ya, alimentarme, beber odres de agua y bañarme, pues apestaba.
Pocos metros nos separaban a esta altura. La peregrina caminaba lentamente ayudándose con un largo bordón. Sus cabellos parecían ser las serpientes de las gorgonas; su rostro era un mapa, arrugas de siglos lo surcaban; sus ojos carecían de brillo y llevaba una extraña sonrisa que enseñaba su amarillenta y despareja dentadura.
No podía precisar bien en qué, pero había algo en ella que me resultaba familiar.
No me hallaba en Tebas, ciudad que hierve de gente y huele a grasa de carruajes; ni en Sidón, mucho menos, donde los mercachifles muestran sus baratijas hasta el hartazgo del ser más paciente; tampoco en Ur, ni en Nínive, en donde mi espada ya había bebido sangre. Debí, pues, frenarme ante su inquietante presencia. Hacía dos o tres soles con sus lunas que no me topaba con ser humano alguno o algo parecido, como en este caso. Me detuve:

...”Quién eres tú, anciana, que aparentas ser de la misma edad que las de las montañas de Anatolia? Cómo es que caminas sola?”...

La vieja entelequia ni se inmutó. Sólo dejaba ver sus dientes maltrechos. Me inquieté aún más. Me era cada vez más familiar. Conocía de algún sitio esas facciones, ese rictus de suficiencia que se dibujaba en su apergaminado rostro.

Me le dirigí en varias lenguas y dialectos, tantos como pude conocer en mi vida errante. 
Insistí: 


...”Acaso no me entiendes? Por qué no respondes, anciana? Eres hechicera? Vienes del Elam, donde los hombres son tan grandes que cuando caminan hacen temblar la tierra?”...

La mujer sólo emitía una respiración ronca; sus ojos opacos, no obstante, estaban clavados en los míos, mas no musitó palabra alguna.
No me gustó su actitud distante, su pose desafiante. Empecé a intranquilizarme mientras la vieja errabunda se confundía aún más con las sombras, que ya todo lo cubrían.
A veces los guerreros desenvainan su espada cuando el miedo emerge irremediablemente desde dentro. Yo soy un guerrero. Y también empecé a sentir miedo, inclusive más que el que experimentara al enfrentar a los temibles ejércitos hititas, a los salvajes comedores de carne humana o a los colosos deformes de las grutas de Capadocia.
Así fue que, finalmente, desenvainé:

...”Habla, bruja, dime quién eres si no quieres ser alimento de los buitres negros del desierto! Habla ya, cadáver viviente, habla o en un abrir y cerrar de ojos le verás la cara a tu dios, si es que lo tienes!”...

Allí, pues, comenzó a reír.
Y rió, rió, rió sonoramente. Rió tan fuerte que dispersó a todos los duendes y a las aves de la nocturnidad. Rió como para que temieran Baalberith, Leviatán y el resto de los demonios, pues hizo que se desataran truenos y relámpagos en la oscurísima escenografía del firmamento.
Quedé inmóvil por el pánico. No podía siquiera hundir mi espada en su abdomen, mucho menos escapar. Fue entonces que me habló con tono amenazante:

...”Tonto mortal, decenas de veces me has atravesado, inmolado, empalado y quemado. Cada vez que he venido a buscarte trataste de huir. Yo no puedo morir, ingenuo. No puede morir quien nunca ha nacido. Dejé que te creyeras invencible. Pues bien, mira cuán pequeño eres a mi lado! Has sido esclavo del ejército de Ramsés, has sido remero en las galeras, fuiste cortesano, general, mendigo, vagabundo; te visité con mil caras y jamás llegaste a reconocerme. Ahora me muestro tal cual soy, se te acabó el tiempo, imbécil!”...
Mi enésimo encuentro con la muerte, consciente ahora de tan explícito y pertinaz acecho, en soledad y desprotegido como no recordaba ocasión.
Sentí de pronto como si el corazón estuviera por escaparse de mi pecho.
Yo, que enfrenté a piratas y a gladiadores, seguía paralizado de miedo.
Me costaba hablar. Le imploré en primer término con mis ojos, me puse de rodillas, hasta que finalmente pude gritar con la desesperación de quien se sabe acorralado:

...”No, por lo que más quieras!  No quiero morir aún. Me aguardan muchos caminos, muchos soles y lunas. Me espera el amor definitivo, mi hijo no nacido, no me lleves aún, por favor, no me lleves!”...

Fue tremenda mi caída. 
Llevé conmigo todo al suelo: almohada, frazada, lámpara, radiorreloj.
Me encontraba en el piso de mi dormitorio y mis ojos, algo desorbitados, escudriñaban incrédulos los listones de madera del techo.
Es que había sido todo tan real!
Me levanté tambaleante de la alfombra azul, respiré profundo, me senté unos instantes en la cama, encendí un CD de Johann Bach y me dirigí directamente hacia el baño, donde hubo espacio para una larga y reparadora ducha.
El agua terminó de espabilarme y de quitarme los frescos rastros de tan extravagante sueño.
Una vez finalizado el baño todo se desenvolvió rápidamente: un café con leche cargado, tostadas con dulce de higo que devoré con fruición, la CNN al aire, jugo de naranja natural, rayos de sol colándose por la ventana. Había que salir a trabajar.
El vendedor de diarios estaba como siempre aguardando en la esquina de la curva. Me dio un ejemplar de "La Nación" y me saludó amigablemente. Llegué a pispear los titulares y las noticias resultaron ser desalentadoras. Iluso de mí, qué otra cosa podría esperar? 
El tránsito parecía neoyorquino. Yo manejaba con una mano al volante y la otra acomodando el nudo de la corbata; acorralado por el tiempo comencé a sortear “lomos de burro” y baches que parecían barricadas mientras esquivaba transeúntes descuidados y recordaba el próximo vencimiento de mis obligaciones para con el fisco.
De pronto sonó el celular. Detesto hablar por teléfono mientras conduzco, y como en el display aparecían número y prefijo desconocidos preferí no atender y concentrarme responsablemente en el manejo.
Frené ante un semáforo en rojo y se repitió una escena ya clásica en nuestra castigada realidad: un desocupado limpió malamente mi parabrisas. Inútil hubiese sido que le dijera que no lo hiciese, parecía estar pasado de drogas. Luego vino una agraciada chica, rubia y sugerente, que
me entregó una hoja de propaganda con distintas ofertas. Al final se presentó una señora mendicante, taladrándome con esa mirada de súplica de quien es pobre y necesita de misericordia. Extendió una mano de dedos sarmentosos y deposité en ella un par de monedas, que era todo cuanto tenía de cambio para entonces.
Me miró luego y retribuyó mi gesto con una sonrisa, pero no precisamente de gratitud, pues había en ella algo más, indefinible y extraño, y que me puso más que inquieto mientras retomaba mi camino con la luz ya en verde que me daba el paso.
Porque me resultó tan familiar...


Pablo, el druida







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