domingo, 2 de noviembre de 2014

En el día de los difuntos

El mate me regala ricos sorbos en esta serena y sombría mañana.
Cada tanto se dejan oír las quejas del viento mientras una garúa fría y silenciosa se desmaya sobre la grama.
La quietud me abraza en minutos interminables y las ganas de hacer nada se apoderan de mi frágil voluntad dominguera.
Ya he dado buena cuenta del pan casero que me regalara anoche mi madre.
Pienso en la vida rutinaria, vacía y sin cambios por la que deambulo y de pronto recuerdo que es el día de los difuntos. Entonces vienen a mi memoria rostros de personas queridas que se me adelantaran en el viaje final, fantasmas benévolos algunos de los cuales comparecieran cariñosos en mi sueño nocturno. 
Se instala de a poco la languidez anímica de la previa a la vuelta al trabajo. Miro en mi derredor y el desorden me inquieta. Pero había ya referido que no tenía ganas de hacer nada, por lo que ni ordenaré ni limpiaré, apenas seguiré con mi mate hasta que me aburra de escribir.
Musito su nombre una vez  y le digo que la quiero aunque no pueda oírme. Cierro mis ojos como preparándome para tenerla frente a mí al volver a abrirlos, pero cuando ésto hago ante mi vista sólo tengo lo que la ventana me regala: una pared gris y despoblada que se parece mucho a mí. Un zorzal intrépido se posa de pronto sobre ella, mira hacia ambos lados, me escudriña nervioso y se va tal como llegó.
No hay nadie aquí, estoy solo, con mis recuerdos y mis carencias. Podría estar viviendo un año atrás, incluso uno adelante, y creo todo sería más o menos igual, chato y descolorido, carente de vitalidad, falto de sorpresa.
Ahora las gotas sí se oyen, caen con más intensidad y hacen pequeños charcos en el patio desparejo.
Quisiera no pensar en las preocupaciones que me traerán inexorablemente los próximos días, prefiero detenerme en el hoy, por destemplado y anodino que éste sea. Aunque no sé si lo conseguiré.
El viento es ahora más intenso, pero ya no llueve.
He retornado a casa después de un almuerzo familiar en el que me hicieran notar sobre mi estado abúlico y alicaído. Comí sin demasiado apetito y bebí menos de lo habitual para un almuerzo de jornada de descanso. Intento no acostarme inmediatamente pues me doy cuenta de que en la cama podría llegar sin escalas hasta la misma mañana del lunes. Sería un viaje largo, una transición pasiva y letárgica, entre sábanas, ensoñaciones y relatos deportivos, repartiéndose con anticipos de lo que será mi difícil semana entrante.
El teléfono no sonará. Tampoco llegarán noticias ni mensajes, ni golpearán la puerta en lo que quede del domingo. Sí oiré el tañido de la campana, hacia el ocaso, que llamará a la gente para la misa vespertina.
Miro el lomo de un libro nuevo que reposa sobre la mesa y sé que no lo leeré, al menos hoy, aunque es muy probable que lo mismo piense mañana. Lo leeré alguna vez?
La zinguería acusa nuevamente la caída de lluvia.
La cama me llama y yo no puedo oponer mucha resistencia, soy débil y nunca he estado demasiado despierto desde que despertara; más bien me he levantado sólo para justificar que estoy vivo. Bueno, al menos respiro.
Se irá desvaneciendo la tarde, lentamente hasta confundirse con la noche. Y la vigilia se transformará en sopor. 
O acaso en un estado más profundo y trascendente en esta día 2 de noviembre...

Pablo, el druida












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