domingo, 17 de febrero de 2019

SENSACIÓN DE FINITUD

Días atrás, en consulta médica previa a una intervención quirúrgica, el especialista me dijo en torno a la conversación que sosteníamos, que en relación a nuestra existencia terrena sólo estamos seguros de una sola cosa: de que algún día nos vamos a morir.
No por obvia la frase deja de tener un acento fuerte, cierto tinte drástico, amén de que en la cotidianidad se nos cruce por la mente, cada tanto, cómo será ese paso definitivo hacia ese brumoso y desconocido mundo.
Por cierto, en función a la salud se me consultó acerca de antecedentes clínicos familiares, si mis padres vivían y qué edad ellos tenían.
Y fundamentalmente, se me hizo hincapié en lo importante que sería la calidad de vida en lo que me quede de hilo en el carretel.
Pero esa afirmación galena, sumada a un estado de salud que con la edad me viene generando alguna inquietud -aún consciente de que cuando se sumen años, comenzarán las dolencias- hizo que sobreviniera en mí una particular sensación de finitud.
No es que no venga pensando en mi propia muerte, ni que de pronto no tenga raptos elegíacos, fruto de sueños o de recurrentes percepciones, posiblemente infundadas.
De hecho creo que morimos más de una vez antes de partir en forma definitiva.
Morimos un poco con los anhelos marchitos, con los planes truncados, con los amores que se alejan como una mariposa en vuelo errante.
También cuando parte un ser muy querido, sobre todo cuando la lógica diría que por edad debería sobrevivirnos.
Son pequeñas muertes en el marco de la vida.
Mueren también nuestra infancia y nuestra juventud, así como muere nuestra lozanía cuando el tiempo llena de surcos nuestro rostro, o progresivamente nuestra fortaleza, mientras van venciéndose nuestros músculos y huesos.
De pequeño me aterraba la idea de quedarme sin mis padres, que la vieja señora vestida de negro nos los arrebatara de las manos y se los llevara consigo hacia sus dominios ignotos.
No bien fui creciendo traté de no pensar tanto en ello, mas sin dejar de preguntarme sobre ese limbo inexorable al que estaba destinado.
Siempre con temor, con desconfianza, a pesar de haber sido educado en la fe y en la trascendencia.
Y el tiempo fue pasando, siempre en contra en esa contienda desigual que cada uno de nosotros sostiene con él.
Entonces la madurez me fue enseñando que no debemos gastar energía en luchar contra lo irreversible, sino en intentar vivir cada día prescindiendo del epílogo y sí enfocándonos en cada capítulo de nuestra historia personal.
En cómo ser mejores, más felices y más prósperos.
En cómo llegar mejor a los demás e interactuar más eficaz y proactivamente en el medio en el que nos desempeñamos.
Incluso quienes tenemos fe, aún vacilante, contamos con la plusvalía de creer en un más allá de eterna paz y de mayor cercanía con el Creador, aunque en el tiempo presente abracemos la vida como un regalo precioso, como un pequeño milagro dentro de la inmensa cosmogonía.
Pero cada tanto, un aviso.
Una misiva dejada bajo la muerta de la casa.
Un e-mail desde la eternidad que me recuerda viejas preocupaciones.
Un cansancio que reaparece.
Un vahído de consecuencias afortunadas.
Análisis clínicos que esperaba con mejores valores.
Una cirugía, nada compleja ni de gravedad, aunque de inenarrable dolor postoperatorio.
Y esa sensación, ingobernable como todas, de que el final varios pasos se me ha acercado...

“Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.” 
PABLO NERUDA


Pablo  / @Druidblogger






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