miércoles, 2 de septiembre de 2020

EL ÚLTIMO EMPERADOR DE LA DINASTÍA KIRCHNERISTA

Nero Claudius Caesar Augustus Germanicus, conocido universalmente como NERÓN, fue emperador del Imperio Romano entre el 13 de octubre del año 54 y el 9 de junio del año 68.
Último representante de la dinastía Julio- Claudia.
En el verano septentrional del año 64, bajo su controvertido reinado, 4 de los 14 distritos capitalinos fueron arrasados por el fuego y Roma, la Ciudad Eterna, ardió por el espacio de al menos cinco días. El incendio se habría desatado en el extremo sudeste del Circus Maximus, en medio de difusas circunstancias que el fluir de la historia se ocupó de alimentar.
Distintas son las versiones tejidas sobre tamaño siniestro.
El historiador Tácito no ofrece los mismos datos que Plinio el viejo. Tampoco coinciden en plenitud  Flavio Josefo y Dion Crisóstomo. Ni éstos con el propio Séneca, por cinco años muy cercano a "la divinidad"
No pocas fuentes sostienen que Nerón, en realidad, no mandó quemar la ciudad sino que el episodio fue uno de entre tantos eventos similares de escasa relevancia. Y que por entonces se hallaba en Antium -la actual Anzio- ciudad costera situada a 53 kilómetros al sur de Roma, si bien se sirvió de las llamas para acusar a los cristianos. Al mismo tiempo, buscó incrementar entre la plebe su ya conocido estilo populista a expensas de las arcas imperiales.
Dos milenios y un complejo entramado de leyendas convirtieron a este matricida y desequilibrado emperador en sinónimo de gran pirómano, de incendiario de la Ciudad de las Siete Colinas acariciada por el Tíber.
Magnánimo y demente al que Hollywood le hallara un intérprete descomunal, Sir Peter Ustinov, para el inolvidable film "Quo Vadis"
A más de 11.000 kilómetros de distancia y diecinueve siglos después, otro gran incendio comenzó a desatarse en la que fuera la nación latina más importante y de mayor potencial fuera de Europa.
En la Argentum Terra que a mediados del siglo XX dejara de ser su enclave en territorios del fin del mundo: había nacido el peronismo.
Es conocido el recurrente desvarío de la Argentina a partir de Perón, cercano fonéticamente al excéntrico emperador de la cítara.
No fue el viejo líder justicialista, empero, quien inició el cono de sombras en el que cayera nuestro país. Previamente tuvo lugar la conocida como "década infame", y viajando un poco más en el tiempo gobernó un presidente radical, abrazado a medidas populistas que restaron brillo a la Argentina que construyera la generación del 80.
Si Perón no inició el incendio fue quien le agregó leña a las llamas.
Las consecuencias de su entronización como paradigma indiscutible, como único rector de los destinos de la nación y exclusivo exégeta de la voluntad popular, son más que conocidas.
Desde la vuelta a la democracia del 83, a 10 años de su desaparición física, se evidenció un justicialismo con múltiples rostros. Siempre poco apegados a la institucionalidad y a las buenas costumbres.
Con la sola excepción de Carlos Saúl Menem, cuyo Gobierno mostrara una reconocida política exterior, el peronismo siempre cultivó el "vivir con lo nuestro", el proteccionismo, las dádivas, las políticas de subsidios, el sistema de punteros, las mega-devaluaciones.
Y si Perón apretó el acelerador en esa caída libre de nuestra vida republicana, fue la corriente iniciada por Néstor Kirchner la que profundizó ese descenso en modo aún más empinado.
Así nació el kirchnerismo, un modelo sin virtud alguna, resultado del colapso del 2001 y sostenido por un formidable viento de cola y toda la infraestructura montada en los 90.
Uno de sus fundadores, el Dr. Alberto Ángel Fernández, abogado mediocre y camaleónico operador político, participó de la mesa chica del Gobierno de Néstor Kirchner. Y también posteriormente, en los inicios del primer Gobierno de Cristina Fernández, siempre como Jefe de Gabinete.
Hasta que fue catapultado por sus grandes disidencias, bien fuera de las empalizadas del Imperio en medio de la huelga del campo, conflicto sindicado desde las huestes kirchneristas como un "lock out de la Patria Sojera"
Eyectado del segundo "Gobierno K" Alberto Fernández inició un derrotero sinuoso, de varios años y cierto ostracismo al principio, en el que fue tratado de traidor tanto por la plebe nacional y popular como por todos los edecanes y funcionarios del Proyecto.
A las denuncias de traición les puso el pecho y las fue contrarrestando con feroces críticas hacia la gestión de la Emperatriz que, progresivamente, fueron alcanzando límites impensados.
Pasó a ocupar el rol de un opositor más, pero siendo cuña del mismo palo más allá de sus inicios en el Partido Nacionalista Constitucional.
Transcurrió más de una década, el kirchnerismo se transformó por primera vez en oposición -cruel, despiadada, destructiva- y siguió fagocitándose al peronismo sin que este se le rebelara ni pariera cuadros políticos de fuste que le disputaran poder.
Pero no conseguía ni desbastar al Gobierno de Mauricio Macri ni esconder la enorme imagen negativa de Cristina de Tolosa para competir en elecciones. Esta -recuérdese- venía de perder en las legislativas del 2017 en manos de un ignoto Esteban Bullrich.
Una mañana de mayo de 2019 cayó la bomba: Alberto Fernández era ungido candidato por quien sería su compañera de fórmula presidencial, Cristina Fernández de Kirchner. Algo sin precedentes en la historia del mundo, más aún si se considera la profunda enemistad que los dividió.
Pero en la Argentina peronista todo es posible. Sin soslayar a su venerable representante en el Vaticano, en el corazón de Roma, verdadera argamasa de un justicialismo unido y que tanto se esmerara en denostar al lawfare en foros internacionales.
Con el triunfo de Alberto en las PASO, de imposible concreción con otro candidato peronista, Argentina volvió a ser un país paria a nivel internacional.
Y desde el 10 de diciembre, fecha en la que el nuevo presidente asumiera, las llamas del incendio cobraron mayor vigor.
Alberto no sólo incumplió promesas sino que propició -sin éxito- "estatizar" la salud, intentó expropiar una importante empresa productora de oleaginosas, agrandó la brecha con la oposición, aumentó la emisión monetaria, profundizó el cepo al dólar y deterioró los números de equilibrio fiscal que le legara el presidente anterior.
Ya con el cisne negro del Covid-19, desde la Domus Aurea de Olivos y mal asesorado por sus sanitaristas de confianza extendió la cuarentena más larga del mundo. 
Más larga que las que pudieran decretarse en la Roma Imperial.
No le bastó confinar a la gente por un tiempo excesivamente largo. 
Liberó presos peligrosos, se mostró a los abrazos y sin barbijo en prescindibles actos en el interior, extendió incomprensiblemente el acuerdo con tenedores de bonos, generó que se fugaran 15.000 millones de dólares, atacó en cuanta oportunidad tuviera al Gobierno anterior, al Gobierno de la Ciudad, a la oposición. 
Y desde que estas se multiplicaran, no se ha pronunciado hasta el momento acerca de las usurpaciones de tierras de Villa Mascardi, en El Bolsón, en extensas hectáreas del Conurbano y en el Municipio de la Costa.
Alberto Fernández es un presidente sin poder, un hombre de opacidad absoluta obligado a la sobreactuación.
Se conformó con ser escribano de Cristina Kirchner, o acaso un obediente Jefe de Gabinete con banda presidencial.
En ocho meses desató una catástrofe financiera, un enorme bache de seguridad, un caos social in crescendo y un enorme fracaso sanitario en su combate contra el coronavirus.
Es probable que Nerón no haya sido el peor emperador de la historia de Roma. 
Tanto Calígula, como Heliogábalo, Tiberio y Cómodo tuvieron gestiones pésimas y sembraron el terror entre sus súbditos.
Pero Nerón se metió con los cristianos, los mandó a ser devorados por los leones luego de acusarlos de conspiración. Eso le restó imagen per secula seculorum.
Mientras el Senado de la Nación, incondicional a Alberto Fernández, haría ruborizar de vergüenza al Senado del Alto Imperio Romano, el presidente no embistió contra los cristianos. Es más, fue bendecido por la Iglesia Católica y saludado desde el púlpito máximo del Vaticano. 
Pero los rezos del papa Francisco, desde la sede pejotista de Santa Marta, serán infructuosos.
No le evitarán ser el peor presidente de la historia argentina.
Ni tampoco de ser el último emperador de la Dinastía Kirchnerista, cuando amplios sectores de su propia base electoral quieran derribar los pórticos de su palacio.


Pablo / @DruidbloggerOK


Ensamble digital cortesía de DA

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