La conocieron cerca del mar.
No lejos del incesante y eterno vaivén de las olas, que fecundan con su espuma las arenas playeras de las que nacen milenarias leyendas, mitos urbanos y, también, historias verídicas que tocan la sensibilidad de quienes tienen la suerte de escucharlas.
Era pequeña y velluda, caminaba con algo de dificultad y, a quien ante ella se detuviera, regalaba su generosa ternura perruna. Se la veía cuidada, por lo que su abandono denotaba una data reciente. Y sus ojos llevaban la típica tristeza de quien conociera la dedicación, aún fugaz, para luego ser sometido a su propia suerte.
La escena pertenece a la Santa Clara del ya lejano verano pasado, apenas una pequeña muestra de una imagen tan repetida en tiempos vacacionales.
Cecilia y José Luis habían buscado el solaz y la tranquilidad costeros, un lugar accesible donde pasar apenas unos días alejados del bullicio capitalino. En un ritual que en el curso de los años venían repitiendo, con el bungalow ya limpio y listo para ser devuelto, fueron a despedirse del mar, a darle una última mirada y perderse por unos instantes en el horizonte, allí donde el rojísimo sol copulaba con las verdes aguas, entregadas mansamente a la pasión de Febo.
Al volver juntos la mirada, extasiada de tanta opulencia natural, tuvieron ante sí a esa pequeña criatura solitaria, grávida y tierna, que se les acercó en búsqueda de protección y clemencia moviendo tímidamente su cola. No había duda, había sido abandonada poco tiempo antes, estaba embarazada y ellos debían volver desde Santa Clara del Mar hacia Buenos Aires. Estaban en problemas, o al menos su conciencia lo estaría si no se ocupaban pronto del tierno bicho llegado desde la nada.
Inútil resultó la búsqueda de nuevo hogar o de alguien que pudiese o quisiese hacerse cargo de la perra. Era domingo, debían volver, no había condiciones en casa para...
Y cargaron a "Clarita" en el auto nomás, así bautizada por ambos, siendo de ese modo que la familia empezara a contar con un nuevo integrante. Pero un integrante cuyo vientre traería pronto una importante lechigada.
Al cabo de poco tiempo, el humilde hogar cobijó una perrita recuperada de su soledad y nueve cachorros, diminutos, indefensos, frágiles. Cecilia y José Luis debieron hacer de improvisados parteros, inclusive de cuidadosos padres, vigilando que las 8 tetitas de la perra bastasen para amamantar a los nueve hambrientos cachorros y ninguno quedase nunca rezagado.
Los días pasaron, la geografía de la casa debió ser adaptada, la vida cobró un particular dinamismo.
Llegó el 2 de abril. La ciudad de La Plata y su periferia terminaron ocupando la plana central de diarios e informativos. Terminaría siendo una jornada luctuosa para el país. La feroz tormenta empezaba a arrancar la vida de muchos, a segar en instantes el esfuerzo de tanta gente, apagando por siempre sueños, anhelos, esperanzas. Imposible de olvidar, así como tantos otros días, manchados por los caprichos de la atmósfera y, sobre todo, por la ignominiosa actitud de gobernantes y dirigentes políticos.
La pareja descansaba en la planta alta de la casa, apaciblemente, mientras afuera llovía de a torrentes. José Luis no sólo dormía, soñaba en forma profusa, acaso con el verde mar, pues hasta le pareció sentir algo húmedo que llegó de pronto a su cara, golpeándolo. El sueño se interrumpía, así, de repente, estaba aún oscuro y el concierto de la lluvia venía con acordes violentos. Un gemido a su lado, otro más insistente bajo su cama y lo increíble: la perra desesperada y un cachorro mojado junto a su almohada. Esta se lo había arrojado y ladraba, clamándole atención y socorro! Estaba empapado, pequeño y vulnerable como era, tan bañado en agua como su madre, que inmediatamente le indicaba a José Luis el camino al dirigirse hacia la puerta. Cecilia se despertó inmediatamente y contempló incrédula la escena como si ésta fuese la etapa residual de su viaje onírico de la madrugada. A pedido de un atónito José Luis, tomó en sus brazos al cachorro y siguió a aquél y a la decidida madre escaleras abajo de la casa, mientras los relámpagos resonaban impiadosos desde la plomiza bóveda celeste. Bajaron rápidamente los interminables escalones casi a oscuras, pues había corte de luz, siguieron por el largo pasillo, siempre con la perra delante, y el piso empezó a mostrar evidencias de que había entrado agua a la casa. La cocina, a la que arribaron ya sin aliento, estaba anegada y los cachorros a punto de ahogarse en el improvisado lecho. Uno a uno los cachorros fueron rescatados, incluso por Clarita, que los tomaba con sus dientes delicadamente por el lomo para luego dejarlos en manos de sus amos. Una vez secados en la planta alta, en operación que demandó buen rato, el matrimonio improvisó otro cubil para madre y lechigada en otro sector de la casa, nuevamente en la planta baja dado que el agua se había ya retirado.
Con la misión del rescate ya consumada, el matrimonio subió al dormitorio para proseguir con el descanso pues aún era de madrugada. Afuera era menor la actividad de rayos y relámpagos, aunque el viento relanzaba contrariado el agua que no dejaba de caer, como si hiciese siglos no lloviera.
Sería difícil retomar el sueño luego de tan conmovedora escena. Se abrazaron, pues, sin dejar de comentar el episodio en el que un animal desesperado había intentado de cualquier modo salvar a sus pequeños que, por ese instante, se encontraban nuevamente a salvo. A salvo? No para su madre, que nuevamente llegó a la pieza tomando un cachorro por el lomo. Era inútil convencerla de dejar a sus hijos en la planta baja.
El día que llegaría sería largo, la luz retornaría, sobrevendrían noticias tristes de tantas familias con sueños anegados en aguas turbias. No obstante, una perra mestiza lograba con tenacidad que todos sus cachorros durmieran en la alcoba principal de la casa...
Pablo, el druida

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