Dejar el auto guardado y caminar por tus arboladas calles, mi bella ciudad, me conecta invariablemente con la melancolía. El ayer se haya agazapado a cada uno de mis pasos, presto a invadirme con imágenes remotas y a traerme ecos de viejas voces, como si éstas fuesen recién esbozadas.
Puedo ver huellas todavía perceptibles, dejadas por un par de pies más jóvenes y fuertes. Su trazo continúa fresco a pesar del rumbo errante.
Aún perduran muchas de las casas con las que otrora me topara, por más que numerosos gigantes de vidrio y concreto vayan robándose crecientes pedazos de tu cielo.
Rostros más arrugados vuelven a cruzarse con los míos, que también cuentan con los surcos de la vida como nuevos estigmas y pátina de tiempo. Y tantos otros, más lozanos, que van ganando naturalmente su espacio.
Mi vista suele perderse en desaparecidos bares, en baldíos extintos, en ocasiones en fantasmas de un pasado benévolo y cándido y que hoy custodian tus arcanos: no los veo, pero sé que están y los percibo.
Tantos trayectos me han quedado grabados, idas y vueltas, a escuelas y comercios, a parroquia y trabajos, a casas de amigos, a sitios inciertos y a tantos otros, que ya ni recuerdo.
Las jornadas empiezan a ser más largas con la llegada de la primavera, los aromas más penetrantes, los colores más vivos. Entonces lucís más joven, más bella, más recorrible en tus flancos y trazados.
Te camino, Castelar, con la misma pasión de la primera vez, con la voracidad de mis ojos, con la voluntad inmarcesible de llenarme de ti como si fueses mi mujer amada.
Te recorro, Castelar, y siento aún en mis manos las de un amor que por ti me acompañara.
Ya te he cartografiado en todos tus recodos, en tus curvas y accidentes; ya te he fotografiado en mi corazón, ya te he mensurado.
Siempre te abrazo en la certeza de que nunca te dejaré del todo, aunque alguna vez me retire por un tiempo. Y directamente cuando por siempre me vaya...

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