miércoles, 4 de junio de 2014

Antes de salir

Miro de reojo al cielo, de color sospechoso, heraldo de lluvias.
Me refugio por un rato más en mi mate, algo lavado, mientras pienso qué escribir.
Qué poco estimulante es no tener nada nuevo que comunicar a nadie. Es rumiar los mismos pensamientos, transitar los mismos páramos, mojar los pies en el mismo charco quieto.
Pero lo cierto es que acciono las letras del teclado con excesiva cautela y como pidiendo permiso, esperando que se caiga una idea, por más vacua que ésta fuere, pero diferente a las precedentes, a las que dieran lugar a sucesivos posteos en este blog de imágenes reiteradas.
Sin suerte, claro. 
El mate se sigue lavando y emergen postales viejas; no las transcribo, las sigo masticando largamente, pero no las vuelco.
Ya llueve, tímidamente, pero lo suficiente como para justificarme a mí mismo el no haber ido al centro, con ese sentimiento de culpa tan mío, con esa incurable sensación de falta.
El mate ya es historia.
Y la mañana se presenta larga y exasperante.
Estoy tan cerca de la oficina en mi lóbrego comedor como al vuelo certero de una piedra, pero la siento tan lejana mientras las gotas repiquetean en la zinguería y en las ventanas.
No quiero irme, sé que debo y para hacer vaya a saber uno qué intrascendencia en mi lugar de trabajo, sitio al que cada día pertenezco menos. Preferiría quedarme, seguir escribiendo para nadie, continuar sin prisa y sin pausa hilvanando grises reflexiones en la tranquilidad de la casa.
Pero terminaré yéndome, como cada mañana, hacia la incertidumbre con la que me abraza cada día mi escritorio de melamina blanca.
Y quedará trunco mi deseo de transmitir algo nuevo en pocas líneas.
Es hora de ir cerrando el post.
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Pablo, el druida



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