Lo he conseguido.
Fue después de retornar tras largo tiempo a una querida Casa, eterna y luminosa, y de reincidir últimamente en el saludable rito de la Eucaristía.
Fue cuando a la oración y a la reflexión, así como a los diálogos con Dios, siguiera el visitar a la parroquia entrañable, a la que tarde o temprano me une el destino más benévolo y complaciente.
Fue apenas imaginé mimetizarme con esos muros que yo mismo viera construir, allí cuando la inocencia era la dueña de mi vida y ésta ya se repartía lágrimas y sonrisas.
Pero al fin, al transponer repetidamente ese pórtico para respirar el perfume de Cristo y reencontrarme con una parte mía, descubrí que una brisa de felicidad empezaba a soplar en mi derredor. Más allá de lo duro que resulte transitar el pedregoso camino de los días y de que por momentos uno se sienta acorralado, desorientado, exhausto, percibo que se asoman en mí discretos pero crecientes rayos de esperanza.
Entonces vuelvo, jornada tras jornada, a un enclave de recuerdos tiernos en el que el futuro no se me desdibuja, a un sitio santo en el que mirar al cielo es más sencillo, al entorno amigable en el que forjara más afectos.
Yo pensaba que ciertos estados del alma se asociaban sólo a personas, o a estar o no con alguien.
Hoy, aún con el espíritu permeable y arrestos de melancolía que nunca faltan, me hallo en Santa Magdalena Sofía Barat con un corazón más abierto hacia Dios, y en su contenedora y amable geografía con un puente más directo hacia Él.
Entonces puedo decir que, aún en destellos, la dicha sólo puede hallarse si empezamos progresivamente a robustecer nuestra conexión con El Padre.
Y yo la experimento como en ningún otro sitio en la misa de Barat.
Es mediodía de martes ya y pocas horas faltan para que ande por allí, por Avenida Sarmiento esquina Arrecifes, justo a la hora en la que el sol se despide de a poco por el oeste, hora del mate, del retorno al hogar, y de unos días a esta parte -para mí- la hora de la Comunión y de la dicha...
Pablo, el druida

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