sábado, 21 de marzo de 2020

ANTROPOVIRUS

Nuevamente China, como lo fuera con el SARS en 2012, es epicentro de una pandemia que comienza a inquietar a toda la humanidad.
País milenario e hiperpoblado, de hábitos exóticos y mercados al aire libre en los que se faenan animales vivos, se matan perros luego hervidos a fuego lento, se degüellan gallinas que salpican de sangre las veredas, se ofrecen serpientes y los murciélagos para la sopa atestan sucias estanterías.
Nuevamente China, país sometido por el comunismo y condenado a recordadas hambrunas, que robaran decenas de millones de vidas. Su gente, sobre todo en el campo, se ha visto obligada a comer lo que fuere, animal o vegetal, de cualquier género o especie, inclusive alimañas. 
Pero el gigante de oriente, que encierra grandes misterios y cuyos regímenes rayan la dictatorialidad, comenzó a disputarle a EE.UU. el primer puesto entre las economías del globo.
Nunca abandonó el comunismo en los campos y sus vastas llanuras interiores, pero abrazó al capitalismo en las grandes ciudades.
Su mano de obra barata pasó a ser calificada, sus gobiernos han venido invirtiendo en bonos del tesoro norteamericano desde la década del 90 y su presencia en el mundo, de la mano de la globalización, los hizo invadir todos los mercados con su capital, y de decenas de millones de almas a todas las naciones del mundo occidental.
Incluso en nuestro país el último Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner le cedió 200 hectáreas de soberanía en nuestra patagonia para que instalaran una base militar.
Los chinos compraron equipos de fútbol y de básquetbol, el banco ICBC pasó a tener presencia global, su petrolera invierte en yacimientos de América y África y no hay barrio en el planeta, por pequeño que fuere, que no cuente con al menos un supermercado atendido y regenteado por personas de ojos rasgados, tantas veces dependientes y sometidos por estructuras mafiosas.
Era raro encontrar un chino fuera de su país en el siglo XIX.
Si apelamos a la pantalla chica los que tenemos cierta edad recordaremos a Hop- Sing, el sirviente de los Cartwright en la serie "Bonanza".
También a Kung- Fu, el maestro shaolin emigrado a los EE.UU.
El siglo XX en su primera parte ya empezó a ubicarlos en barrios y enclaves de las principales ciudades del orbe, pero con escaso impacto en el movimiento de la economía.
Pero en su segunda mitad y progresivamente, con los ecos de las bombas de la segunda guerra todavía audibles, China da un paso hacia adelante y comienza un proceso imparable de penetración exportadora, cada vez con mayor fuerza, con un resultado fenomenal dada su competitividad en relación a la producción del resto de las naciones: siempre los bienes de producción chinos eran más baratos que los del resto.
El fin de siglo es testigo de que la calidad del "made in China" alcanzaba los mayores estándares.
En una gran tienda de Beijing por ejemplo, ya podía adquirirse un traje símil Armani a un costo sensiblemente menor, inclusive varias veces más económico.
Las industrias textiles tradicionales vieron perder sus mercados en manos de los chinos, por lo que las casas de alta costura de renombre debieron rendirse, conservando la marca pero cediendo a China la confección, donde los costos laborales y los derechos son sumamente bajos.
Pasó algo similar con la industria del software, la metalmecánica, la industria automotriz, la energía, la banca, los servicios, la petroquímica.
Con empresarios de los cinco continentes viajando a China, con filiales de las grandes marcas en el país asiático, con la fuerte presencia china en el exterior y los viajes desde y hacia el país creciendo  exponencialmente, cualquier epidemia podía ser pasible de derivar en pandemia, con mercados, centros de compras, dependencias públicas, hospitales y aeropuertos como principales fuentes de contagio.
Sin soslayar, por cierto, que los inmigrantes chinos no sólo llegan con sus familias, sus valijas y el dinero de organizaciones de dudosa legalidad. Traen también sus hábitos y sus particulares gustos e inclinaciones.
Y son muchos, muchísimos, están por todas partes. Un amigo hizo un viaje a Europa el pasado año y me refería situaciones como la de estar en Berna, capital de Suiza, y que a ambos lados del mostrador de una relojería hubiese chinos llevando a cabo la transacción.
Puse el mayor peso en ellos dado que fue en su país donde despertó la bestia, un virus mutante que se las ingenió, en medio de condiciones de salubridad escasas o inexistentes, de pasar al cerdo como puente a directamente al ser humano.
Pero lo que empezaron los chinos lo continuaron los europeos,  en primer término subestimando los devastadores efectos del coronavirus no modificando la vida habitual, en estación invernal, de bajas temperaturas y con mucha gente proclive a contraer gripe, neumonía y complicaciones respiratorias por baja de defensas.
Europa, que siglos atrás perdiera la mitad de sus habitantes en las garras de la peste negra y que se viera brutalmente diezmada por la peste bubónica y la influenza española, es un continente de alta densidad poblacional, en buena parte compuesta por pasivos definitivos en la cima de la pirámide. 
Se sabe, la gente mayor es más proclive a contraer enfermedades. Hoy mueren de a centenares por día en Italia, muchos de ellos en sus casas, lejos de los suyos, sus cuerpos serán incinerados y no recibirán cristiana sepultura.
Italia está sanitariamente en colapso y la misma suerte estaría por correr España, país que no prohibiera la conmemoración por el "Día de la Mujer", que incluía una marcha multitudinaria en la que hubo contagios por miles.
Mientras Angela Merckel manifestaba que el 70% de los alemanes podría verse contagiado, mientras se paraba el fútbol, los certámenes de tenis del Grand Slam se posponían sin fecha y Macrón inyectaba 200.000.000.000.- de euros para enfrentar la pandemia, aquí aún se jugaban partidos de la Superliga y muchos cuestionaban a River Plate por negarse a participar por pedido expreso de sus jugadores.
No fue lo único.
Se seguían llevando a cabo reuniones familiares y entre gente amiga, incluyendo a recién llegados de viajes al exterior.
Las discotecas aún estaban abiertas, así como shoppings, teatros y escuelas.
Cuando la cuarentena era casi un hecho y ante la inminencia de un fin de semana largo, centenares de miles de irresponsables hicieron largas caravanas para llegar a Monte Hermoso, Pinamar y Villa Gesell. 
Probablemente muchos infectados asintomáticos. 
Ninguno pensó, por cierto, que en cada una de esas ciudades casi no se cuenta con respiradores ni infraestructura hospitalaria capaz de afrontar un recrudecimiento del virus ante tamaño desplazamiento humano.
Hoy todos se preocupan, hasta los impresentables Donald Trump y Jair Bolsonaro, que en principio desestimaran los severísimos efectos sanitarios y económicos que el coronavirus podría traer consigo.
Y a pesar de todo muchos aún ven el modo de llevar a cabo lo postergable y suntuario.
Todos nos encontramos ahora confinados en nuestras casas.
Algunos con necesidades satisfechas y posibilidades, otros con la incertidumbre de no poder contar siquiera con lo básico.
Empezó en China, nuevamente China.
Siguió Europa, que se acordó tarde.
Siguió América, que no supo aprovechar la lección del viejo continente.
Este rebelde y contagioso virus presenta forma de corona mirado bajo microscopio, de ahí su nombre.
Lo sufre el mundo por exclusiva responsabilidad del ser humano.
Por eso me tomo la atribución de llamarlo ANTROPOVIRUS, fruto de la irresponsabilidad, la falta de cuidado, la ausencia de solidaridad, la carencia de empatía, la pobreza de los liderazgos.


Pablo  / @Druidblogger -cuenta suspendida-




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