Estacioné el auto en hora imprecisa, que bien pudo ser de mañana o tarde bien entrada. En la ochava más cercana dado que no quedaba otro sitio disponible.
Ingresé por la puerta de reja principal y luego de esquivar el macetero grande, el de la planta de jade, llegué a la escalera que gira en sentido horario.
Por suerte no olía al orín de gato, como cada tanto, y las baldosas lucían limpias, bioenolientes y aún húmedas gracias al lampazo del portero.
El primer descanso, como siempre, ya permitía ver el parque interno, cuidado y arbolado, con follajes más ralos, por el invierno; pero tranquilo, silente y con habitual tinte de melancolía.
Algunas hojas amarillas tapizaban el manto verde de la grama.
Llegué al segundo descanso, subí unos peldaños, giré hacia la izquierda y accedí a tu puerta.
Entré y estaba calentito, pero vos no estabas.
Desde la cocina, a la derecha la cafetera pregonaba, con el consabido ruido del agua, cayendo de a poco que el café estaba en marcha.
Las plantitas de la ventana se veían espléndidas. Había un plato con vainillas sobre la mesada color piedra, y a su lado la jarrita de cerámica rosa, junto al escurridor metálico.
Salí y apoyé mi campera sobre el puf. Luego, sabiéndote prolija, cambié idea y la dejé colgando de una de las sillas de hierro del living, bien a la izquierda y pegada a la ventana con vista al parque, junto a la mesa de vidrio. En ella había unos estudios médicos, dos boletas de servicios a pagar, un cuaderno anillado, el cortapastillas de plástico azul y el florero, con crisantemos de dos o tres días.
La música estaba baja, acaso en FM Mega, cantaba Dua Lipa.
Pero vos no estabas. ¿Habrías ido al chino?
Retrocedí y encaré hacia el pasillo. Ahí dejé mi viejo bolso negro en el piso del dormitorio de servicio, con la persiana a media asta.
La puerta del baño, al fondo y a la derecha, estaba abierta y por ella el sol irrumpía vehemente con sus poderosos dedos ígneos.
Miré a la izquierda y el dormitorio estaba ordenado, la cama hecha y la mantita eléctrica colocada a sus pies.
Volví al living, y a pesar de haber visto la mantita eléctrica lista, el café en marcha, las vainillas en el plato, la radio encendida, vos no estabas.
A pesar de sentir como si efectivamente estuvieras, y de percibir fragancia a Paula Cahen D'Anvers y a shampoo Elvive flotando en el aire.
Pero no solo faltabas vos.
Al sentarme un instante en el sofá me percaté de que tampoco estaba nuestra foto, la del portarretratos sobre el mueble blanco, esa que sonrientes nos sacáramos abrazados junto al espejo del pasillo.
No vi tampoco, al menos a simple vista, ninguna otra que desconociera.
Por si acaso preferí no seguir mirando.
Para no hallar nada que no quisiera ver; tampoco seguir buscando alguna pequeña señal mía por miedo a no encontrarla.
Pensé un poco y concluí en no haber visto ni mi cepillo de dientes, ni otra taza junto a las vainillas para compartir conmigo la merienda.
Iba quedando claro que no me esperabas.
Ni sé cómo entré, pues ya no tengo tus llaves. Solo sé que de algún modo lo hice.
Y en este limbo, querido y terreno al que quedé anclado, quizás al entrar ni me veas, y hasta me atravieses como a un ser evanescente mientras me vuelvo penumbra.
No quise comprobarlo.
Tampoco verte indiferente, o imposibilitada acaso de chocar tu mirada con la mía y de sonreír con mi sonrisa.
¿Habré cerrado con llave? No lo recuerdo.
Tampoco si bajé por la escalera, en sentido antihorario, o si llegué al móvil refugio de mi auto, que en su alma rústica de metales y plásticos, que ya no es tuyo también, todavía ignora.
Siquiera recuerdo cómo me fui, si realmente me fui.
Si es cierto aquello de que ningún lugar está lejos, con vos, el horizonte es abrazo que nunca concluye.
Y las palabras compartidas, en sus ecos, son alas que nos llevan a alturas donde las distancias se extinguen.
Pablo / @DruidBloggerOK